Un paseo vespertino por la Vega de Granada

Quizás sea esta época, cuando el sol apenas calienta, cuando un paseo por la vega sea la actividad más agradable que pueda uno realizar. Es saludable, pues se hace ejercicio, es gratuita, es agradable a la vista, por el color amarillento del paisaje, menos al oído, aunque también se pueden escuchar las aves o, simplemente, los pasos sobre la tierra del camino, aunque depende de la zona, es reconfortante, pues nos acerca a lo poco que queda por estos lugares que nos recuerda la naturaleza, en definitiva, un tesoro que nos está esperando cada día. 

A mí personalmente me gusta esta estación del año y no temo al frío, al contrario, desde las cuatro y diez, por recordar a Aute, me calzo las botas, cojo mis bastones de marcha nórdica y cual aventurero, comienzo a caminar por el margen derecho del Salado hasta su desembocadura con el Genil. 


Sobre el puente sobre el río Genil alzo la vista hacia la sierra y me animo al ver la nieve, poca para esta época, que cubre sus cimas. Y continúo, margen izquierdo, admirado por el sonido del agua que lleva el río, lo cual es una gran noticia, pues apenas hace unos meses, el caudal era mucho menor. 


Es entonces cuando veo esas aves acuáticas, que apenas sé diferenciar, y que me alegran el oído con sus silbidos, chirridos o trinos, pues tampoco sabría muy bien cómo denominar a los sonidos que hacen. En cuanto me paro y preparo la cámara para hacerles una fotografía, alzan en vuelo, temerosas, hacen bien, qué pena, de que les pueda hacer algo. 



Los marrones en sus distintas tonalidades hacen su aparición en las matas secas de las esparragueras, que en fila, esperan pacientes las siega otoñal. Esos tonos ocres, tierra, matizados por el amarillo tardecino invernal, nos acogen en la inmensidad de la vega, hasta que llegamos a las choperas, desnudas, pacientes, solitarias. 





Camino con el sol a mi derecha, mirando al sur y, conforme el camino va girando hacia el este, va apareciendo de nuevo la tenue luz solar y el tono que tanto me sugiere: la vida vivida, el fuego en la chimenea, las mazorcas de maíz colgadas de la pared. 


Es hora de volver. Ya la luz, siempre a la espalda, ilumina los campos, los troncos, los surcos y las plantas. Las acequias van sin agua. La tierra está húmeda por las últimas breves lluvias. 




Las sombras, alargadas, presagian la noche, el frío de la helada, la melancolía del desuso. El viejo nogal junto a la acequia, acompaña al destartalado secadero, que ya no seca nada y que resiste al tiempo, marchitándose lentamente. 



Sigo el camino hasta la carretera que hiere las entrañas de la vega, como tantas otras, que parcelan el pasado en pos del progreso, que a mí se me antoja prescindible e inútil, salvo que quieras llegar 15 segundos antes al gran templo del consumo. 



Por suerte la señal de tráfico que anuncia el término municipal de mi Federico, sí, mi Federico, ¡qué pasa?, me hace esbozar una leve sonrisa. ¡Ay, Federico, qué manoseado te tienen! 

Traspaso ese infame material gris y de nuevo en el camino llego junto al cortijo de San Isidro del Soto de Roma...


...que hoy día, de cortijo solo le queda el nombre, pues los menesteres sociales lo han transformado en sede de banquetes y ágapes de gente de bien parecer. 

Me llama la atención la entrada, restaurada y con el brillo y distinción de las mejores familias y allí, con mis bastones entre los brazos y el cuerpo, para que no se me caigan, decido regalarme un autorretrato.


De vuelta a casa, casi una hora y media más tarde, por lo que me he entretenido haciendo las fotos, sobre la marcha, sin preparar ni nada, instantáneas, me siento alegre y deseo que llegue pronto el solsticio, la noche más larga, como decía la canción de Aute, otra vez Aute, para seguir caminando por este rinconcito de la Vega de Granada cuando el sol va camino de esconderse por las sierras de Loja. 











Comentarios

Entradas populares de este blog

Secaderos en la Vega de Granada

Importante referencia sobre el Patrimonio Cultural de Chauchina